El tiempo
nace en los acantilados de un poema,
en la cuerda
floja donde colgamos los versos,
en los
jardines grises y melancólicos,
en los
zapatos viejos que guardamos.
El tiempo
muere para volver a nacer en mi mano,
al ritmo de
la fuente sonora de la plaza del pueblo,
reivindicando
cada campanada de sus pasos,
crucificando
los vacíos que deja la ausencia
y
escribiendo sobre las sienes los deseos frustrados.
Solo la
primavera puede resucitarlo,
enterrando
las hojas para no dejar rastro,
cada año con
el brindis del amor
y con el
beso del eterno enamorado,
convirtiendo
en ruinas los deseos del otoño,
intentando
expatriar el frio de los inviernos
y adherido
al fuego de la vida para que el deshielo
sea el
camino que nos lleve hasta el cielo.
Año tras
año, modera y divide cicatrices del pasado,
se apodera
de los corazones como un imán encaprichado,
amputando
los sueños que nos dejó los calores del verano.
Año tras
año, los aplausos de sus manillas
abren las
heridas que lo azotan sin dañarlo,
meciendo en
una cuna los desvelos de las tardes
y soñando en
sus brazos… nos deslizamos,
empeñándonos
en verle la cara a la luna.
Agarrado al
mástil de la vida,
el tiempo
corre al favor del viento.
Año tras
años…
El piélago,
lo arrastra hasta la palma de mi mano.
María Sánchez/ septiembre-2017
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